Realidades paralelas de indígenas de Arauca

Por: Viviana Jaramillo


 

Inicio este escrito haciendo un llamado en el escenario a la hermandad que siempre ha existido entre la antropología y la literatura. Con estas dos disciplinas entre mis dedos, reconstruí de manera breve, y con mi sazón y mi reflexión, tres historias de vida de indígenas araucanos cada uno de los cuales representa una realidad diferente de esta variedad de pueblos que a veces se piensan que son solo uno: los “guajibos”.

 

En un pueblo indígena semiurbano

Si me pregunta por mi edad, yo no me la sé, pero haciendo el esfuercito le digo que tengo como ocho años, aunque parezca de menos. Mi cara tiene rasgos delicados y labios pronunciados; quizá por eso algunas personas de mi comunidad me llaman “payasito”, o de pronto también porque hago cosas que nadie más hace. Nosotros vivimos por allá donde no llega el camión de la basura y en donde a través del tiempo infinito del nativo errante nos han visto andar a nosotros, unos de los originarios de estas tierras, los sikuani gaviotas playeros.

Casi todos los días en la carretera que va para mi casa, usted puede toparse a uno de mis familiares que, empujado por la caponera, espera a que pase el día y la borrachera eterna en la que se sumergió mi pueblo, en parte porque los blancos nos emborracharon para divertirse y aprovecharse, y en parte porque quedamos en el no lugar de la caza y la recolección, rodeadas por la selva de cemento y de cercas para el ganado. Yo a veces voy por la ciudad, pero muy poco, la verdad es que andar por Arauca con zapatos de “guajibo” es muy difícil de soportar en silencio para alguien como yo; por eso cuando me sacan a pasear termino gritándoles sarcasmos a las mujeres y a las motos.

Nosotros los sikuani de Matecandela hace rato que nos separamos del río, pues antes vivíamos era por sus playas y no nos manteníamos en un solo lugar, por eso a cada rato estaba uno cerquitica de un río. Lo digo porque con eso del agua yo sí soy uno de los que no se pudo separar del pasado, por eso desde pijita me la pasaba metiéndome en cuanto charco me encontraba por la comunidad, y ahora cada vez que veo un puntillo de agua me baño, una y otra vez. Del pasado de mi sangre indígena tampoco he podido dejar atrás la buena costumbre de andar desnudos y libres por la vida, por eso a veces me escapo de estos tiempos, y me desnudo por el pueblo hasta que algún familiar me encuentra y me regaña.

De mi familia y mi comunidad no será mucho lo que le hable porque el tiempo ya se me esta terminando y me toca ir a sacar agua del puntillo, ya estoy grandecito y ahora esa es mi tarea, sencilla para alguien especial como yo. Me despido entonces, contándole que en parte soy así porque nací el día en que a mi papá y a mi primo los atropelló una volqueta mientras mi padre dormía a un costado de la carretera. Hablo del día en que mi mamá me parió para no irme sin también contarle que los sikuani de Matecandela tenemos la cualidad de ser invisibles para los volqueteros de arena del río Arauca y que lo diga mi tía que no tiene una pierna o mi tío que lleva más de dos años recuperando la suya. Yo creo que por eso es que soy especial, porque el día en que nací la razón andaba de parranda y así como no le llegó al volquetero tampoco me llegó a mi, por eso yo tengo mi propio mundo, dentro del propio y apartado mundo de los sikuani que vivimos al final y al fondo de la ciudad de Arauca.

 

Una indígena de sabana en Arauca City

Yo conocí a Marly desde que por ahí a sus doce años empezó su época de indígena urbana, mejor dicho callejera. Porque es que una cosa son los indígenas que viven en la comunidad y otra los que viven en las calles. Y una cosa son los que andan de paso por las ciudades y otra los que la tienen de casa.

Como le decía, yo la conocí cuando empezó a ser callejera, siempre una niña cariñosa y resplandeciente. Me cuenta ella que la primera vez que “metió bóxer” fue cuando estaba caminando por la calle con una de sus primas que la había sacado de la comunidad a pasear al pueblo. Porque Marly es de Matecandela, no del Parque Caldas, aunque allí vivió por una temporada de su vida que ya no vuelve más.

Estando en la calle, cuenta que vio y vivió todo lo que una mujer sin protección de nada por las noches oscuras, en lugares desenfrenados con locos rondando, puede vivir. Ella fue una de las jóvenes encerradas en una especie de reformatorio que nada tenía que ver con los jóvenes indígenas de Arauca y que obviamente fracasó. También viajó a Bogotá a un centro de rehabilitación del que se volaron y salieron a nadar por Bogotá, como si por acá no hubiera suficientes palos en el río de la realidad araucana. Como era de esperarse, por allá aprendió un poquito de estudio y muchas nuevas mañas callejeras, pero nada más. Ella cambió pero no por el tour en Bogotá, pues sus primos que viajaron con ella a la capital siguen en la calle con el bóxer como la única solución que les dieron su familia, su pueblo y la sociedad.

Qué día me la encontré, y su cara tenía el resplandor de la vida. Ya mamada de la calle, e impulsada por el amor y la maternidad, vive en Matecandela con el padre de su hijo en una casita que les construyeron, y pues no es que ahora se vaya a lanzar para la asamblea, pero volvió al seno de su familia y de su pueblo, jodido, pero su pueblo, y dejó de vivir y sobrevivir con las sobras del tan afamado mundo blanco.

 

Una abuela indígena de monte y sabana

 

Abuela sikuani

Abuela jitnü – Foto: Viviana Jaramillo

En su rostro y su caminar, esta abuela es historia hecha cuerpo y muestra de una tradición cultural de tiempos incontables. Cuando en su comunidad hay algún enfermo, Ana le canta durante largas jornadas tonadas de luna, de hojas verdes, de tabaco y de sanación. Con sus manos de seminómada y agricultora entregada consiente a los pacientes y les cura sus males, pero solo aquellos males a los que su conocimiento ancestral tiene acceso, quedando por fuera todas las enfermedades que con la salida del monte y encuentro con el mundo blanco les llegaron.

Ella va muy poco por Arauca, y cuando se traslada para esta capital, la cacica de Las Vegas deja de ser la sabiduría de un pueblo y se convierte en una más de los indígenas que tienen que pedir huesos en la plaza y agua a los vecinos del barrio San Carlos para poder bañarse y cocinar. En la ciudad, ese espíritu trabajador que la caracteriza y el conocimiento de “doctorado” que maneja no tienen ningún valor, pues no se ven representados en un poco de billetes entre el bolsillo, y la sociedad araucana está lejos de entender el valor de este tipo de personas, que, por su aspecto y la falta de una mirada cuidadosa, se confunden con un “guajibo” más pidiendo plata.

Ya el tiempo y el sol del que trabaja la tierra han pasado por su piel canela, y su cuerpo se encuentra cansado. No obstante, permanece en ella una fortaleza del indio suramericano que de pronto la deje vivir para ver cómo se construyen casas de cemento y zinc en su pueblo y cómo su descendencia continúa el camino hacia la mala colonización blanca.

 

Reconocer y aceptar la diferencia: el primer paso

Para empezar hay que tener muy claro que los nombres de los grupos indígenas de Arauca no son únicamente palabras rebuscadas por los antropólogos. Sin importar si estos nombres son correctos o incorrectos, lo que hay que tener en cuenta es que en ellos se muestra que hay grandes diferencias entre todos los pueblos que se revuelven bajo el nombre de “guajibos”.

Como se muestra en las historias narradas, una realidad viven los indígenas de Matecandela, gente de ribera y sabana que tiene sus casas en la cercanía de la capital; dentro de ellos es muy diferente un niño, un adulto con problemas de alcoholismo y un joven con la posibilidad de cambiar la historia de su pueblo. Otra realidad diferente es la vida de los niños, jóvenes y adultos que viven en la calle, la mayoría de los cuales pertenece a una misma familia en la que los padres son también habitantes de la calle. Y otro mundo es el que viven los jitnüs, quienes, a pesar de estar cayendo en el mal de la gran ciudad, poco vienen a Arauca, no viven en las calles sino en el monte, y si uno los ve sucios y pidiendo plata cuando llegan a Arauca es porque en la casa indígena no hay agua, luz, ni higiene y porque ellos aún son sobrevivientes de ese mundo indígena en que la moneda no es un elemento vital, sino hasta que se pisa el suelo de la gran ciudad.

De manera similar a como en Colombia hay pastusos, cuyabros y araucanos, en el mundo de los guajibos hay sicuanis, jitnüs, cuibas, guayaberos, amoruas, chiricoas, macaguanes, masiguares y siripus, todos hermanos de un mismo territorio de monte y sabana, pero con formas de hablar y vivir distintas. La diversidad de pueblos, costumbres y lenguas que existe dentro de los “guajibos” debe ser un orgullo nacional y departamental, no una vergüenza, porque además, como la historia lo respalda, ¡araucanos-araucanos, los guajibos!

Este escrito pretende, entonces, llamar la atención sobre las diferencias que hay entre los mal llamados “guajibos”, pues solo grandes dosis de solidaridad y reconocimiento pueden mejorar la situación de estos indígenas que —con vergüenza debemos decirlo— son los que peor se encuentran en todo el país.

Para mañana es tarde, y ahora es cuando. Habitante araucano: afine su mirada y descubra qué indígena está parado ante usted en la plaza de mercado o en la calle real; puede ser un jitnü, un sikuani, un cuiba o, de pronto, un guayabero. Si tiene tiempo, pregúntele de dónde viene y cómo se llama su comunidad; si viene de lejos, no dude en darle un empujoncito con ropa o comida, y si es un niño o joven indígena de los que habitan las calles de la ciudad, apadrínelo o si no, cuando vea a su amigo que es político, recuérdele que estos niños existen y que cada vez es más difícil mostrarles un camino de vida al que le encuentren sentido, pues solo conocen la mendicidad. Por último, esperemos que si se encuentra a un joven de Matecandela, este se encuentre en un partido de futbol, en una película o en una capacitación y que usted al reconocerlo tenga la oportunidad de saludarlo y animarlo a que siga adelante dando nuevos pasos en el futuro de su pueblo de indígenas urbanos.