Los jitnus

Por: Umberto Amaya

Hago esta nota como integrante y facilitador del equipo de apoyo a la Nación Ele, trabajo coordinado entre el ICBF y la OIM, con la esperanza de llegar también a los lectores de Arauca, pueblo que mira con abulia y despreocupación lo que les pasa a sus nativos. Dejo constancia de que estas observaciones, antes que de interés nacional —ya que los jitnus también hacen parte del país—, son de interés regional, porque el departamento de Arauca es el lugar donde habita el inteligente y seminómada pueblo de los jitnus, una nación que, por su cultura de “no tener”, carece de bienes materiales y de tecnología —es decir, es pobre, según nosotros—.

 

Todos en un mismo costal

Para el común de los araucanos, guajibo significa ‘aborigen’ pero también un ser irracional cuyo pensamiento está dominado por la circulación de la sangre india por sus venas. Vale la pena aclarar que la mayoría de los araucanos son mestizos y piensan a medias como indios y a medias como blancos, desgarrados entre lo que la sangre de una raza los impulsa a hacer y aquello a que los mueve la sangre de la otra raza: lo contrario. Y los habitantes de la capital y de los pueblos del departamento, con sus ojos de mestizos mal colonizados, meten a todos los indios en un mismo costal, y, desde su peyorativo punto de vista, un “guajibo” es un nativo que, siendo pobre, no trabaja, que no huele sino hiede, que vive rebuscándose el alimento diario como lo hace en la sabana y el monte, con la diferencia de que en el pueblo no se trepa a los árboles para coger los frutos sino que nomadea por la plaza de mercado, por los restaurantes y los supermercados en busca de los alimentos que los empleados tiran a la basura cuando empiezan a descomponerse o que, por imperfectos, no son comercializables. Pasa lo mismo con el vestido: para conseguirlo se fían de la caridad pública, pues caminando de barrio en barrio piden la ropa vieja que mucha gente, para no botarla, guarda a la espera que pasen los “guajibos”.

 

Los “guajibos” urbanos

En el departamento hay macaguanes, cuibas, jitnus, sálivas y sicuanis, todos indios de sabana. Están asimismo los uvas, aborígenes de cordillera como los chibchas, y una comunidad llegada del Putumayo: los ingas, ligados a los quechuas de Ecuador y Perú. Pero lo que ven los araucanos son indígenas urbanos, comedores de iguana, que, fascinados por el resplandor y el estrépito de la ciudad, viven a sus alrededores y, tras quinientos años de despojo y aprovechando el bajo precio de los licores venezolanos, hacen “vida de desechables”. La mayoría de ellos son sicuanis de las comunidades de Corocito y Matecandela y del pueblo fronterizo de El Amparo. Tales son los “guajibos” de los araucanos: de baja estatura, cuerpo grueso y pelo liso y que, siempre borrachos, parecen patos manchados de petróleo.

 

Semblanza jitnu

Pero cuando la gente se pone a ver “para qué lado masca la iguana” se da cuenta también de que por las calles araucanas pasan, descalzos, unos indios diferentes: altos, delgados y de encías pronunciadas, dientes de cachama pepera y cuerpo de mono corredor: son los jitnus, que habitan una región desconocida para los colombianos: el territorio irrigado por los ríos Lipa, Ele y Caño Colorado, en la parte central del departamento, región donde abundan la palma de corozo, la madera, los zancudos, la culebra “cuatronarices” y el “pito” —el insecto que inocula la leishmaniosis, un bichito mitad cucaracha mitad garrapata que, después de chupar la sangre, defeca sobre la piel y produce una rasquiña insoportable.

La mayoría de las veces, los jitnus llegan al pueblo acompañando a un enfermo al hospital o para participar en reuniones de “capacitación”. Estas son la justificación de innumerables proyectos ejecutados por personas con mucho oro grueso en el cuello y en las muñecas, que hablan un lenguaje melifluo y a quienes ni les interesa ni tienen la más remota idea de cómo piensan, sueñan, viven, aman y cocinan los indios, pues su único interés consiste en esgrimir cifras, asistencias y registros fotográficos para su beneficio personal, jamás para el mejoramiento real de los indígenas.

 

La cultura

Muchas otras veces —la historia se compone de veces— van los gestores culturales a las comunidades y, como el que mete yucas entre un costal, “zampan” a los jitnus en un camión y los traen al pueblo para que participen en los “eventos culturales” interétnicos. Aunque ya no usen guayucos sino se vistan con ropa de blanco y utilicen el dinero como trueque, los traen al pueblo solo porque son el grupo exótico-rústico que conserva más puros su sangre y su espíritu y porque, gracias a su aspecto cimarrón, son ideales para alimentar la “imagen corporativa” de los organizadores.

 

Los malos gobiernos

Es claro, que los jitnus y las demás etnias que habitan el departamento de Arauca pagan con creces las consecuencias de los despropósitos de los corruptos encaprichados con quedarse en los brazos pródigos de los malos gobiernos. Si el alimento del pájaro es la fruta, el manjar del gallinazo es la carroña, y los corruptos revolotean como una bandada de gallinazos sobre el cadáver putrefacto del presupuesto destinado a los indígenas.

¿Exagero? No, me extravío. Un periodista de radio ha comentado sobre los mil trescientos millones de pesos que ha gastado el gobierno nacional en reuniones de concertación para darle cumplimiento al acto 004, o tal vez al 382. Se sabe también que, durante los cuatro años del gobierno de Julio Acosta Bernal se invirtieron seis mil millones de pesos anuales en los indígenas del departamento. Si a eso le agregamos la inversión de los alcaldes y las ayudas nacionales e internacionales, no es descabellado que nos preguntemos cuánta plata se ha invertido y, sobre todo, cuáles han sido los resultados.

 

El conflicto armado

La poca selva del departamento se concentra entre los ríos Lipa y Ele y es el lugar ideal para los grupos que se mimetizan en el monte. Los colonos de la región y los jitnus saben del conflicto armado, de los enfrentamientos y de las minas quiebrapatas y les recomiendan a quienes transitan por allí que, para evitar riesgos, no se aparten del camino. Hace poco, en una campaña de fumigación contra el dengue y el pito, cuando fumigaban el último caserío de colonos la guerrilla retuvo y ejecutó —no sé por qué grave causa— a un fumigador. Por supuesto, cesó la campaña y la reserva indígena se quedó sin fumigar.

 

Las minas quiebrapatas

Cuando un seminómada sale solo a caminar, no piensa en comer sino en caminar; pero, cuando sale acompañado de su familia, se le hace obligatorio conseguir y colaborar en la preparación de los alimentos. Hace unos meses, un jitnu que había salido a caminar con su familia, se apartó del camino para recoger leña y pisó una mina quiebrapatas. Su agonía duró apenas una hora.

 

A la viuda se le entregarán sesenta millones de pesos a manera de compensación, y ahora todos nos preguntamos: ¿Cómo invertirá ese dinero en el seno de una sociedad donde no existe la inversión?, ¿podrá “tirarse la plata” en electrodomésticos si en la comunidad no hay energía eléctrica?, ¿en qué lugar seguro la pondrá? Allá no hay bancos ni cajeros automáticos, y las casas son apenas techos de palma de cinco metros de largo por tres de ancho sobre un piso de tierra, sin paredes ni, por consiguiente, puertas o ventanas.

 

La primera visita

Tres horas en carro hasta el pueblo de Bocas del Ele, y de ahí una hora a pie hasta la comunidad de Las Vegas, el primer caserío jitnu que visitamos partiendo desde Arauca por la carretera que lleva a Bogotá. Apenas veinte casas con techo de dos aguas, una canoa deteriorada para toda la comunidad y una cosecha de mangos que los niños consumen crudos y las mujeres cocinan hasta el punto de colada. Poca proteína animal. Solo vimos un asado de chácharo —marrano de monte— y dos racimos de plátanos junto al fogón. Lo demás de comer en tres días solo fue “sopa de mango”.

 

Vinete y chisas

Tumban la palma de corozo y en el tallo, junto al penacho, hacen una especie de tabique, esperan que “llore” la savia y la almacenan. La mayoría de los jitnus de Las Vegas arrancan a las cuatro de la mañana rumbo a los palmares, destapan las albercas y —así como los blancos se toman en ayunas su dosis de cafeína— se beben el “vinete”. Regresan a la comunidad a las seis de la mañana, agarran el machete y “le montan la prenda al conuco” por un rato no más, apenas lo suficiente para mantener los carbohidratos que les permitan recuperar las energías. Cuando la palma se pudre aparecen en ella unos gusanos gordos, llamados “chisas” o “mojojóis”, que se ponen al fuego, se fritan en su misma grasa y quedan tostaditos como chicharrones. En las casas de los jitnus es normal ver poca sal, poco dulce, poco aceite, poca harina y mucha nada.

 

La inundación

Hay quienes corren, sudan y se cansan, y sin embargo llegan tarde: así sucedió en la Nación del Ele en este invierno. Los indígenas se afanaron por sembrar, pero, como en el resto del país, llegó la inundación, se pudrieron la yuca y el maíz, muchos papayos se cayeron y los que no se secaron parados. Ahora los jitnus tendrán que conseguir semillas y comenzar de nuevo. Por fortuna, al desbordarse, los ríos mejoran la tierra, lo que facilita el crecimiento, el desarrollo y el aumento de las esperanzas.

 

Cumplido el primer mes

Con apenas un mes de trabajo, que se invirtió en el estudio de documentos escritos sobre la Nación del Ele, y a pesar de los muchos rumores sobre “paros armados y alto riesgo en la zona”, hicimos dos visitas a la comunidad de Las Vegas, cada una de cuatro días, que fueron suficientes para darnos cuenta de que existen tres opciones: lo que pretende el gobierno, lo que quieren los jitnus y una muy interesante tercera opción: ¡lo ideal! En medio de la inundación, aprovechamos nuestra estadía para distribuir ochenta mercados a las madres lactantes y a los ancianos de la comunidad: Mercados “gomelos” que aliviaron la necesidad inmediata, aunque carecían de sal, azúcar y jabón, los tres elementos más preciados en el monte.

Al mes de haber comenzado el proyecto, y sintiendo en el corazón y las entrañas que mi verdadero trabajo de facilitador no ha comenzado, se aprovecharon las dos cortas visitas para repartir semillas, especialmente de merecure (Licania perifoliata) y de girasol, que, aparte de embellecer y alimentar, gira con el sol.