La realidad de La Ilusión

Por: Umberto Amaya Luzardo


 

La familia ideal

En las casas de los Tamojó, el humo sube al cielo como una ilusión. De las vigas cuelgan numerosos canastos hechos con hojas de palma, de mucha utilidad para el transporte de alimentos en una sociedad donde todavía no prevalece la bolsa plástica. En el zarzo se ven mazorcas tiernas y racimos de plátanos verdes, pintones y maduros. El patio lo adornan árboles de naranjo, toronja, mango, guayaba, mandarina, guama, papaya, coco y mamoncillo. También hay matas de banano; y, muy pegado a las casas, siembran el tabaco, que secan a la sombra y que, una vez seco y envuelto en hojas de plátano, se convierte en cigarros.

Una casa grande y cinco pequeñas componen este caserío, ubicado en la comunidad de La Ilusión. En la casa grande viven los abuelos Felipe Tamojó y su mujer, dos ancianos jitnus de los que todavía no usan mosquitero ni cobija sino que, junto al chinchorro, prenden una hoguera para tener calor y para espantar las plagas. Rodeando la casa grande están las otras casitas, habitadas por los dos hermanos, con sus mujeres y sus hijos. También viven dos hermanas, ambas viudas por culpa del conflicto armado, una con cuatro hijos y la otra con cinco, muy pequeños todavía. Por caminitos que se meten en el monte se llega a los conucos llenos de maíz retoñado; y, mientras crece y se cosecha el maíz —noventa días—, siembran rizomas de plátano y sarmientos de yuca, plantas que se demoran entre ocho meses y un año en producir.

Los Tamojó son la familia más retirada de la comunidad de La Ilusión, del resguardo y de todas las comunidades jitnus. Está por allá, “en la mamá del por allá”, y, sin embargo, muestra un bonito y pertinente modelo de cómo puede llegar a ser la vida ideal de una familia jitnu, porque todavía viven en casas frescas que no rompen el paisaje ni esterilizan el suelo y porque, gracias a su trabajo y su esfuerzo, mantienen el zarzo lleno de carbohidratos. Las vitaminas se las suministran los árboles del patio y los frutos silvestres que encuentran en el monte, y por la carne responden su conocimiento de selva y ríos, la pericia de sus perros y el acierto de sus flechas.

Tienen necesidades urgentes, como el resto de los jitnus: viven ávidos de sal, panela y jabón; y, en lo crudo del invierno y en lo duro del verano, la troja de los plátanos se aliviana, como sucede con el resto de su pueblo. Pero no son necesidades que entre ellos llamen a lástima, y los Tamojó están lejos todavía de entrar en servidumbre, aunque desempeñan oficios “mataburros” para los colonos —como lo hace la mayoría de latinos que viajan a Estados Unidos—, oficios que, en estas regiones del país, no son otros que desyerbar potreros, cortar leña, sembrar pasto y limpiar chiqueros. Se trata de servicios que prestan muchos indígenas de su resguardo para recibir, en trueque, un radio, una herramienta, ropa de segunda o un irrisorio pago en plata.

Todos los días a las dos de la tarde, después de atravesar el caño, caminan trescientos metros por un sendero que cobijan guarataros y arrayanes para llegar a la cancha de la comunidad y jugar un partido de fútbol que por lo general termina empatado y con un abultado marcador: 15-15. Rayando las cuatro de la tarde, como camaleones de espalda adolorida, arrancan para los conucos, que no son otra cosa que palmares tumbados hace poco; y, en medio de los brotes del maíz, con una caña hueca, beben la savia fermentada de las palmeras derribadas. Bandadas de pájaros cantan cuando el atardecer se extiende contra el cielo, y la salida del primer lucero recompone el tiempo en dos etapas: la medianoche y el amanecer de esta familia que, antes seminómadas y semiagrarios, dan ahora sus primeros pasos como agricultores sedentarios.

 

Comunidad de La Ilusión

La Ilusión no es el caserío bucólico que podría imaginarse el lector cuando que tiene ante los ojos un tema de indígenas y selva. Está situado en la desembocadura de un caño que lleva el mismo nombre y que, apenas comenzado el verano, corre tan mansamente que no alcanza a penetrar las aguas de Caño Colorado, del que es afluente, sino que se convierte en un estuario de aguas estancadas donde crece con facilidad la flor de fango, vive la anaconda y proliferan los zancudos. En sus aguas se bañan a un mismo tiempo personas y marranos ante patos campantes. Antes que los hombres blancos llegaron, viajando por entre la selva, los perros y las gallinas; y en la comunidad de La Ilusión, aparte de patos y marranos, perros y gallinas, hay mulas y burros, todos ellos animales domésticos que, como no se esconden para hacer sus “necesidades mayores”, dejan sus excrementos por todas partes.

Para que un hecho se denomine historia es necesario que hayan transcurrido cincuenta años, y en La Ilusión las cosas son tan nuevas que su única historia es la oral, la sitiada y la clandestina, pura patria en desconcierto. La primera casa de sur a norte es la escuela, una construcción de cemento sin terminar a pesar de haberse tragado ya la plata de dos proyectos y que, menos que una escuela para indígenas, parece una alberca con puertas y ventanas. Derecho en la misma dirección, en una “covacha” con techo de plástico negro, vive el cacique. Vale la pena aclarar que los jitnus no compiten entre sí por tener la casa más bonita, mucho menos cuando su dios Nacuane, por su mal comportamiento, les dio como herencia la pobreza. Sigue la casa del abuelo, que hace las veces de maestro de ceremonia en la toma del vinete y que, entre sorbo y sorbo, sostiene interesantes soliloquios sobre la importancia del trabajo. Dentro del área comunal está situada la huerta pequeñita que financió CISP y que, más que como huerta, funciona como semillero.

Encontramos allí seis arbolitos de “pan de año” —o “árbol de pan”— listos para trasplantar. Con valiosos árboles frutales como este se embellece y se beneficia cualquier comunidad que cargue sobre sus hombros el legado de Nacuane. Además, el “pan de año”, cuyos frutos parecen guanábanas, es delicioso, mucho más cuando se cocina con cáscara. A la granja de CISP le siguen dos casitas más, entre ellas la del promotor de salud, con una alfombra de suciedad extendida por toda la casa y un colchón viejo en la mitad del patio como una alegoría de su profesión. Al final de la aldea vive la familia del maestro, que tiene a su cargo la canoa, la provisión y la guadaña que usan para mantener la cancha como un altar de la religión del futbol. A falta de cura o pastor, el cacique cumple funciones de curandero, y la mayoría de las veces sus prescripciones se basan en la abstinencia de carne, vegetales, sal y dulce.

Pero si algo hay que mencionar de La Ilusión y de todas las comunidades jitnus, son sus mujeres, que, además de parir “jitnitus” y mestizos y de insistir de manera pertinaz de comunicarse con los blancos en jitnu, son excelentes futbolistas: driblan, melean, paran el balón con el pecho, patean de media vuelta, hacen pases, túneles y paredes y, una vez terminado el partido, con los trapos color hojarasca bien sudados, caminan hasta tres horas para regresar a sus casas, llevando sensualidad en los senos y en todo el cuerpo la fuerza secreta de las morenas.

La crónica es el espejo de la realidad, y en él vemos que, buscando la herencia civilizatoria de la humanidad, los jitnus se metieron por el camino de la “transfiguración étnica”; pero todavía les falta un dilatado trecho para emparejar a las otras tribus del departamento, a sus vecinos los colonos y a todos nosotros, los mestizos que componemos el país. Son semivírgenes, están ligeramente embarazados de aculturación, casi no se les nota; y es ese principio de preñez lo que los hace únicos. Sería imperdonable cerrar esta nota sobre La Ilusión sin mencionar a sus niños y hablar del bonito regalo que sería para ellos trasladar la comunidad dos o tres kilómetros más adelante y ubicarla en las riberas de Caño Colorado, porque en esos parajes el río es un parque natural que les permitiría practicar, entre otras cosas, el canotaje, la natación y la pesca y asearse a diario. Y junto al río habría que parar una escuelita sencilla que se parezca ellos, donde buenos maestros les enseñen a los niños y lleven el conocimiento a sus hogares y a los adultos les metan en la cabeza el amor a la lectura, que tanto necesitan.

Es evidente que la propuesta de trasladar el caserío por el bienestar de los niños no hace parte de esta crónica. Tampoco es un delirio literario de quien la escribe. Solo refleja el derecho a soñar con una realidad mejor para La Ilusión.